25.11.11

Día Internacional de No Más Violencia Contra las Mujeres


Honramos a las mujeres cuando honramos la equidad y su derecho a ser felices. Lo demás es pura hipocresía, un intento de entretener nuestros espíritus para que abandonemos el camino que desde hace siglos están caminando las mujeres que nos precedieron. Porque lo cierto es que a pesar de las guerras- cuerpo a cuerpo, políticas, religiosas y familiares- siempre alguna mujer ha dicho: “Soy invencible porque soy un eslabón que une el pasado de otras mujeres con el futuro de las que no han llegado”. Y así, amparada en esa certeza, resiste, sobrevive y camina.

Hoy les comparto un cuento que escribí hace tiempo y que acabo de releer… mirándolo desde mi realidad del día de hoy, sé que ya no significa lo mismo para mí y sé- también- que significará miles de cosas distintas para otras mujeres… Se los regalo como reflexión del día y como cierre de la jornada de este año.

Mira el cielo

-Mira el cielo, mira el cielo, mira el cielo- y señalaba sonriente.

-Mira el cielo- y me miraba con el pelo alborotado por el viento que arrastraba sus propias voces y ecos.

Un paso aquí, otro allí, en la infinita cúpula de esta colina que es a la vez la cobija del mundo subterráneo de las mágicas criaturas que nos acompañan en los espacios adivinados con los ojos entrecerrados por el sueño o la ensoñación…

-Choca los talones. ¡Cree en lo que te digo! Mira el cielo, mira el cielo- dejó de sonreír y me miró seria para ver si le obedecía. Las nubes se goteaban entre los rayos de sol y las hojas levantadas por el viento…

Choqué los talones aún sin creer. Su pequeña mano tomó la mía y comenzó a bailar…

-Mira el cielo. Mira el cielo Mamá.

Se alejaba el cielo, se alejaban las nubes y la cúpula infinita se abrió. Dos niñas en un mundo subterráneo y a la vez etéreo, infinito.

-Mamá, mira el cielo, alcánzalo…- y nos paseábamos en puntas balanceando los brazos entre las raíces húmedas de los árboles que abrazaban ese cielo que ella me pedía que mirara y que ahora se veía a través de un manto translúcido de tierra tibia, seres adormilados en sus huecos cuidadosamente excavados para contenerlos y un laberinto de raíces que atravesábamos como si fueran de agua.

Éramos sirenas en medio de una montaña y un cielo lejano en el que el azul profundo de la noche comenzaba a pintar un fondo en el cual las nubes se escurrían para dejar asomar estrellas.

Un cometa lejano susurraba su estela de luces.

La tierra se iluminaba desde su centro y la luz nos bañaba los pies en olas suaves que nos coloreaban las caras. Alegre, y con el pelo todavía alborotado, ella tenía su mirada clara mientras su pequeña nariz respingona se arrugaba en una sonrisa divertida. Yo, niña con ella, pugnando por ver más allá de las ilusiones y todavía preguntándome hasta dónde llegar.

-Mira el cielo, mira el cielo- y sus manitas me tocaron la cara para hacerme levantar la mirada.

-Mira el cielo.

Puntas y balanceo, puntas y balanceo, las manos ávidas de tocar las paredes de musgo y helechos fluorescentes, los pequeños jazmines de neblina, las furtivas mujercitas brillantes, pequeñas y cobrizas que se asomaban desde las hendiduras de las rocas.

-¿A dónde me llevas?- escuché mi propia voz preguntar.

- Mira el cielo, mira el cielo Mamá. Sigue caminando.

El cielo que corría asustado entre los árboles. Aún podía reconocerlos. El ausubo, el capá, el mangó, todos en sucesión rápida desde la ligereza de mis propios pasos, seguros por veredas subterráneas…

Miré el piso-presa de súbito miedo- el piso, que se movía tan vivo como el cielo y los árboles. Mis pasos lucían lentos pero el piso duplicaba mi velocidad. La tierra era un manto transparente en el suelo y al mirarla, podía adivinar las vetas de energía y de metales que corrían como ríos y se entrecruzaban con grandes rocas oscuras que por ratos parecían moverse.

-Mira el cielo- me recordó, esta vez, seria y apretándome la mano.

-Vamos hacia allá, pero primero debemos llegar al centro.

-¿Qué centro mi niña? El centro de la Tierra es de fuego- protesté. Nuevamente sonrió.

– ¿En qué crees mamita?

- Creo en ti mi vida- y mi mano pequeña se paseó por su cabeza mientras el suelo transparente nos abrazó cual un mar tibio y profundo. Sentí una caída lenta y densa que me hizo cerrar los ojos y desear respirar con todos los poros de mi piel. Alcé los brazos instintivamente sin soltar a mi niña y cuando miré al cielo, vi que permanecía allí, visible, atento a nuestro viaje, sabiéndose el destino.

Mis pies patalearon y atrajeron con sus vaivenes mis pensamientos. Supe que estaba bailando el viaje al centro, amorosamente agarrada de mi niña y dejándome guiar por ella, más anciana que yo y también infinita como la Tierra.

Otra mano desconocida salió del torbellino de piedrecillas que nos acompañaban y yo escondí mi mano libre huyendo de ella. Me moví hacia mi niña y la miré asustada. Ella no me miraba a mí. Miraba la mano y luego a la mujer que se asomó tras la cortina movediza de piedras y vetas metálicas. Reconocí una de las grandes rocas oscuras que divisé anteriormente. Una mujer roca, fuerte, recia, capaz de sostener la tierra del entorno y de mantener el balance que separa esta tierra secreta de la superficie.

- ¡Basta! No es tu momento. No puedes interrumpir este viaje- gritó mi pequeña compañera de viaje con la autoridad de una centinela que se sabe llamada a guardar algo que supera el balance aparente.

- ¿Qué tendré a cambio niña? ¿No ves el cielo cómo se mueve? ¿No ves cuánta fuerza tendré que usar tras su paso?- siseó la mujer roca.

La niña utilizó su mano libre y luego de pasarla por mi frente la posó en su corazón. Uno, dos, tres golpecitos y un chasquido de luz… Entregó a la mujer roca un diamante del tamaño de su corazón con un pequeño rubí palpitante en su centro. La mujer roca lo tomó y lo colocó en su propio pecho. Luego desapareció en el torbellino tal y como apareció.

- Mira el cielo, mira el cielo, míralo bien- su voz se abrió paso entre el zumbido de rocas, raíces y roedores adormilados en sus madrigueras.

Miles de latidos llenaron mi cabeza mientras nuestros pies se posaron en un balcón de piedra a la orilla de un mundo recubierto de neblina y pequeñas luces que flotaban como semillas llevadas por el viento.

- ¿Qué son esos latidos? Llenan mi cabeza.

- Mira el cielo mamita- y puso su mano en mi pecho, mientras yo posaba la mía en el de ella.

- Son todos tus latidos.

Un solo latido dominó mis sentidos.

- Mamita, ¿escuchas los latidos del planeta? Mira el cielo y escucha.

Un solo latido, mirando el cielo, todo se fue acompasando, un latido fuerte…Mi latido y el de mi niña eran uno solo y el planeta mismo, cielo, mar y tierra, era uno solo.El mundo que observaba desde mi balcón de piedra llamaba mi atención. Retiré mi mano del pecho de ella y la posé en la baranda cubierta de enredaderas florecidas con los sueños adormilados que nacieron de los infinitos latidos de otras vidas. Ella dejó caer su mano de mi pecho y de inmediato tomó mi otra mano. Ambas teníamos que ponernos de puntillas para poder ver sobre la baranda.

- No escucho los latidos de este mundo, y sin embargo, veo seres moviéndose en él. ¿Son reales o sólo imágenes?

- Claro que somos reales- contestó desde el aire una mujercita de pelo blanco y rostro aindiado que llegó hasta nosotras desde una casucha cercana.

- Y, ¿qué son? ¿Por qué no oigo latidos?

- Ven conmigo y te enseñaré.

- No hay emociones- dijo mi niña- Sin emociones no hay latidos, no hay amor. Todo es igual y ni siquiera lo hermoso causa alegría.

Por primera vez miré los ojos de la pequeña mujer y me di cuenta de que estaban vacíos. Me estremecí, y miré el cielo sin necesidad de que me lo pidiera. El cielo, lejano, con kilómetros de tierra y vida separándonos. Temí estar alejándome demasiado de él.

- No dejes de creer Mamita- y tomándome la mano con más fuerza, saltó sobre la baranda y me haló con ella.

El cielo se alejó y casi desapareció. Los latidos regresaron. Ahora estábamos a la orilla de un río subterráneo bajo una bóveda de tierra. Las pequeñas mujercitas de cobre que vi al principio del viaje reaparecieron, pero esta vez sin timidez.

- Mira el cielo. Mira el cielo.

Y las nubes corrieron plateadas entre las estrellas para hacerlas parpadear. La Luna coronaba la noche.

- Medianoche. Siento que he viajado siglos- dije.

- Y más- me dijo ella y se rió traviesamente.

Las mujercitas de cobre se acercaron. Se movían como las notas de una guitarra feliz y, aún sin música, yo sentía la melodía que se desprendía de ellas y que las hacía una, una sola danza…El río era oscuro y parecía profundo. Cada vez que una mujercita me pasaba por el lado, se agitaba mi espíritu y se debatían en mí el miedo y la fascinación por saber qué contenían, qué eran.

Mi niña se adentró en el río y su trajecito de flores flotó a su alrededor. Traté de halar su mano para sacarla de las aguas que me parecían oscuras. ¿Qué podría ocultarse bajo ellas? ¿Cómo saber que eran seguras? No se movió y por un momento, estuvimos mirándonos, una en el río y la otra en la orilla. Las pequeñas mujeres de cobre bailaron a nuestro alrededor y éramos nosotras mismas en pequeñas versiones, ahora alegres, luego furiosas, curiosas, confiadas y siempre, entre un vuelo y otro, mirando el cielo.

- ¿En qué crees mamita?

- En ti mi cielo- y la miré a los ojos.

Eran mis ojos.

- Ven al río mamita, ven- y haló suavemente.

Mi propio traje flotó en el agua y mis pies sintieron las plantitas resbalosas, las piedras suaves y las corrientes tibias del río que venía del cielo y volvía a él.  Mi niña intentó soltar mi mano y yo la agarré más. La abracé y se hizo agua.

- Mira el cielo, mira el cielo- y me acosté sobre el río, flotando libre, acompañada de las mujercitas cobrizas y llorando a mi niña hermosa y amada.

- Mira el cielo- me susurró desde el río. Cerré los ojos por un momento y me di cuenta de que el cielo seguía ahí, visible a través de la tierra, los mundos y mis párpados.

Sonreí y me quedé dormida en el río y su abrazo. El latido del agua fue el mío propio.

Un rayo de sol se coló entre las ramas del árbol y me despertó. ¡Amaneció! Y ella dormía acurrucada en mi corazón, sonriente.

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