12.7.16

Carne de Cañón

Publicada originalmente en 2011

Nota: Esta columna tiene cinco años pero releyéndola, la siento pertinente. Ni lxs jóvenes del #CampamentoContraLaJunta ni las comunidades que se afectarán con PROMESA, ni los grupos que al día de hoy son discriminados y violentados deben dejarse solos en esta coyuntura histórica.  Si el país es de todxs, todxs tenemos el deber de trabajar para él. 

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Ninguna nación puede darse el lujo de utilizar a sus jóvenes como carne de cañón.  Sin embargo, como país lo hicimos, lo hacemos y tal parece que lo seguiremos haciendo.  ¿Hasta cuándo? 

Las guerras del Siglo XX y el envío masivo de jóvenes puertorriqueños al campo de batalla son, tal vez,  las primeras imágenes que nos vienen a la cabeza al decir “carne de cañón”.  Estas imágenes trascienden de inmediato la palabra y construyen todo un entramado mental de carne, sangre, vísceras, dolor, pérdida y lágrimas.  No sólo pensamos en el sufrimiento de los jóvenes que murieron- o sobrevivieron- en las batallas libradas en Europa, Korea, Vietnam, Afganistán e Irak, sino en el de sus familias y barrios.  La guerra, como sinónimo de violencia, y la violencia como sinónimo de muerte quedan fácilmente impresas en nuestra conciencia como parte de la definición de “carne de cañón”.   

La oscuridad del concepto de “carne de cañón” no se limita a esa analogía de imágenes y palabras.  Su sombra se proyecta sobre la sociedad porque establece una medida de desigualdad, de inferioridad, de odio o de menosprecio hacia grupos raciales o sociales cuya vulnerabilidad los convierte en municiones desechables.  En las guerras del Siglo XX que nos involucraron como pueblo, la carne de cañón no estuvo hecha de jóvenes blancos, adinerados, heterosexuales y perfectamente armonizados con el sistema de supremacía racial y social que por siglos caracterizó a los Estados Unidos.  La carne de cañón era negra, latina y pobre.  Esa carne era desechable porque era desigual. 

Las sociedades que permiten que los grupos vulnerables se conviertan en las municiones de sus guerras sociales o políticas, consienten la apertura de nuevos mercados de carne humana para ser utilizada como carne de cañón.  Con esta actitud pasiva atrasan el desarrollo del país y crean un ambiente de conspiración silenciosa que secunda las acciones gubernamentales y privadas cuando éstas atentan contra derechos humanos fundamentales. 

¿Quién se beneficia con esto?  Quienes siempre se han beneficiado de la desigualdad, de la pobreza, de la ignorancia colectiva, del miedo, de la violencia social… los grupos con poder económico y político que necesitan mantener control de nuestros recursos e ideas para que no cuestionemos sus privilegios.  Es importante, además, que no perdamos de vista el rol de las principales religiones dentro de esta estructura.  Más que un centro de poder en sí misma, es un instrumento para el poder y el control. 

¿A quiénes estamos utilizando como carne de cañón en nuestra Isla en estos días?  A la juventud, a los gays, a las mujeres, a las comunidades que están en proceso de desalojo, a la niñez que se cría en medio del narcotráfico o que crece pensando que esa es su mejor alternativa. 

La carne de cañón del Puerto Rico de hoy es la gente que se ve obligada a dar el frente, a coger palos y macanazos, a exponer su vida y sus bienes y a arriesgar su propio futuro para defender valores y derechos que deberían ser defendidos por el país completo. 

En la Universidad de Puerto Rico, se está librando una feroz batalla ideológica en la cual nuestra juventud está siendo agredida, arrestada, perseguida y expulsada de su centro de estudios*.  Esa batalla está enmarcada en la defensa del derecho a una educación universitaria de calidad y accesible a toda clase social.  No es una batalla de los y las estudiantes, es del pueblo.  Tiene que darse para garantizar que la niñez de nuestras comunidades tenga en el futuro la oportunidad de desarrollarse profesionalmente e integrarse a los procesos de gobernanza democrática de la Isla.   La respuesta de la administración universitaria y del gobierno, nos hace levantar una bandera de alerta ya que más allá del derecho a la educación, están en juego otros derechos fundamentales para nuestra democracia como el derecho a la libre expresión, a la reunión, al libre pensamiento y a la libertad individual. 
 
Dejar los y las estudiantes solos y solas es dejar que se conviertan en carne de cañón.

Las comunidades en peligro de ser desalojadas defienden otro gran grupo de derechos y valores democráticos: el derecho a la vivienda, a la vida en comunidad, a desarrollar vínculos comunitarios fuertes y saludables, a crear espacios para el desarrollo y bienestar común.  Sin embargo, ellas también se enfrentan solas a la policía, a los tribunales y a las empresas desarrolladoras que influyen las decisiones gubernamentales. 

Al dejarlas solas a las comunidades, las utilizamos como carne de cañón en una batalla en la que se juega el derecho a la vivienda y seguridad de cada comunidad de la Isla… incluyendo aquellas en las cuales el resto de nosotras y nosotros se crió o vive. 

Si miramos a las mujeres y cómo la violencia machista nos arrebata la vida, también podemos vernos como la carne del cañón de la desigualdad que se dispara con cada nuevo asesinato o agresión.  Dejamos que las mujeres y sus niños y niñas mueran poco a poco y esperamos con paciencia indiferente a que otro u otra les releve en su batalla por la vida sin sentirnos obligadas a entrar en el campo de batalla.  Una batalla que hoy por hoy tiene a un lado del campo al gobierno y a los sectores fundamentalistas y al otro a las mujeres y su derecho a la equidad, la vida y la felicidad. 

Cada vez que una mujer es asesinada, y se convierte en la carne de cañón en la guerra entre el machismo y la equidad, no podemos lavarnos las manos y pensar que las tenemos limpias de pólvora. 

La comunidad lésbica-homosexual-bisexual-transexual-transgénero e intersexual (LHBTTI) es otra de las comunidades que corre el riesgo de luchar sola.  El silencio o el rechazo que rodea nuestra existencia en los distintos núcleos sociales y luchas políticas, equivale en muchas ocasiones a falta de solidaridad.  Esto a pesar de que defender nuestra equidad es defender la equidad de otros sectores y el derecho a la intimidad.  La batalla de la comunidad LHBTTI se libra en múltiples frentes: en la familia, en el trabajo, en el barrio y en la calle. 

Nuestros muertos son muchos: jóvenes que se suicidan, transexuales asesinadas, adultos que mueren en medio de la soledad y la pobreza, víctimas del VIH y de los estigmas que les privan de servicios.  Ellos y ellas son la carne de cañón que nuestra sociedad utiliza de camino a la obtención de la equidad.

Si nos molesta y nos repugna la idea de que nuestros jóvenes sean carne de cañón para el ejército, ¿por qué aceptamos que otros grupos de nuestra sociedad sean la carne de cañón que se macera y se tritura en nuestras guerras sociales?  Quizás porque nos negamos a aceptar ese estado de guerra a pesar de las muertes y la desolación que nos arropa. 

Las guerras sociales y el sacrificio de grupos como carne de cañón no deben existir.  De hecho, no tienen que existir.  Cuando cada ciudadana y ciudadano asume responsabilidad por la parte que le toca para adelantar el bienestar común, se posiciona a favor de esas poblaciones vulnerables y fortalece el ejercicio de los derechos humanos de su país.  En nuestra Isla esa parece ser la única alternativa.  Una alternativa que hay que elegir con urgencia porque mientras más tiempo dejemos pasar sin actuar, más vidas serán sacrificadas, más derechos serán violentados y más difícil será rescatar para nosotras y las generaciones futuras la equidad y la felicidad como parte de nuestra realidad.
 
*Esta columna es de hace vario años.

2.7.16

Politiquerías


 
Por décadas se nos ha ordenado que no hablemos de política. Nos los dicen con rótulos en negocios, mandatos de silencio en las casas, caras de angustia cuando alguien pone sobre la mesa temas que incomodan.  Y así, mientras el país se silencia porque hablar de política parece inapropiado, otros hablan de politiquerías y se siguen robando nuestro futuro con la avaricia y la seguridad de quienes se saben impunes.

No es extraño que se haya suprimido de nuestra cotidianidad social la política y que se le haya superpuesto ese nombre a las prácticas de saqueo, discrimen y violencia de estado a las que se nos somete consistentemente. Para colmo, a la política se le ha endilgado el adjetivo de “sucia” y nadie quiere ensuciarse con ella.  Esa supresión y ese silenciar nos desapoderan frente a estructuras como el gobierno, iglesias y empresas privadas y nos lleva a concluir que aquí no hay nada que hacer. Si no hay nada que hacer, se concluiría, tampoco hay nada que soñar, que cambiar o que mejorar. 

La política, sin embargo, es mucho más que lo que hemos soportado en nuestra historia reciente.  Hablar de política, hacer política, trabajar políticamente es organizar nuestra vida colectiva desde la libertad y la equidad.  Es reconciliar opuestos, tener esperanza, saberse con poder, elegir la acción frente a la queja.  Es, en fin, reconocerse como ciudadanas y ciudadanos con derechos y con deberes. 

Las luchas de las mujeres, de las comunidades LGBTT, de las estudiantes y de las comunidades que se niegan a la expropiación, son políticas.  Por algo levantan respuestas violentas del Estado. Por algo la propaganda conservadora demoniza a su liderato.  Cada una de esas luchas reafirma una voluntad de libertad que aterroriza a quienes se benefician de la inacción del colectivo.

¿Es la política actividad exclusiva de los partidos?  No lo es. Realmente es parte de nuestro deber como personas que conviven en sociedad. Un deber que va más allá de votar cada cuatro años y que nos requiere mirar con atención lo que pasa en nuestro entorno.  Negar nuestra dimensión política como personas es entregarnos a la voluntad ajena.

En este momento estamos obligadas a rescatar el espacio político cedido gracias a la manipulación perversa de los partidos antiguos y de los sirvientes que se benefician del estatus colonial y de las desigualdades.  Ya hemos pagado un precio demasiado alto: asesinatos por homofobia, una colonia endeudada, violencia hacia las mujeres, medio país en pobreza, cierres de escuelas, gente sin servicios de salud.

Hablemos de política, seamos políticas y políticos sin miedo y sin vergüenza porque la política no es sucia ni degradante. Lo que sí es sucio es dejar el país en manos de la politiquería que nos vendieron como única posibilidad. Nos merecemos mucho más. Y ahora mismo el país necesita mucho más para combatir los efectos de la Junta de Control Fiscal.

Las últimas de la fila

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