Por décadas se nos ha ordenado que no hablemos de política.
Nos los dicen con rótulos en negocios, mandatos de silencio en las casas, caras
de angustia cuando alguien pone sobre la mesa temas que incomodan. Y así, mientras el país se silencia porque
hablar de política parece inapropiado, otros hablan de politiquerías y se
siguen robando nuestro futuro con la avaricia y la seguridad de quienes se
saben impunes.
No es extraño que se haya suprimido de nuestra cotidianidad
social la política y que se le haya superpuesto ese nombre a las prácticas de
saqueo, discrimen y violencia de estado a las que se nos somete consistentemente.
Para colmo, a la política se le ha endilgado el adjetivo de “sucia” y nadie
quiere ensuciarse con ella. Esa
supresión y ese silenciar nos desapoderan frente a estructuras como el gobierno,
iglesias y empresas privadas y nos lleva a concluir que aquí no hay nada que
hacer. Si no hay nada que hacer, se concluiría, tampoco hay nada que soñar, que
cambiar o que mejorar.
La política, sin embargo, es mucho más que lo que hemos
soportado en nuestra historia reciente.
Hablar de política, hacer política, trabajar políticamente es organizar
nuestra vida colectiva desde la libertad y la equidad. Es reconciliar opuestos, tener esperanza,
saberse con poder, elegir la acción frente a la queja. Es, en fin, reconocerse como ciudadanas y
ciudadanos con derechos y con deberes.
Las luchas de las mujeres, de las comunidades LGBTT, de las
estudiantes y de las comunidades que se niegan a la expropiación, son
políticas. Por algo levantan respuestas
violentas del Estado. Por algo la propaganda conservadora demoniza a su
liderato. Cada una de esas luchas
reafirma una voluntad de libertad que aterroriza a quienes se benefician de la
inacción del colectivo.
¿Es la política actividad exclusiva de los partidos? No lo es. Realmente es parte de nuestro deber
como personas que conviven en sociedad. Un deber que va más allá de votar cada
cuatro años y que nos requiere mirar con atención lo que pasa en nuestro
entorno. Negar nuestra dimensión
política como personas es entregarnos a la voluntad ajena.
En este momento estamos obligadas a rescatar el espacio
político cedido gracias a la manipulación perversa de los partidos antiguos y
de los sirvientes que se benefician del estatus colonial y de las
desigualdades. Ya hemos pagado un precio
demasiado alto: asesinatos por homofobia, una colonia endeudada, violencia
hacia las mujeres, medio país en pobreza, cierres de escuelas, gente sin
servicios de salud.
Hablemos de política, seamos políticas y políticos sin miedo
y sin vergüenza porque la política no es sucia ni degradante. Lo que sí es
sucio es dejar el país en manos de la politiquería que nos vendieron como única
posibilidad. Nos merecemos mucho más. Y ahora mismo el país necesita mucho más para combatir los efectos de la Junta de Control Fiscal.
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