Leo estatus aquí y allá de gente cansada, triste, perdiendo
la esperanza. ¿Cómo no estarlo si esto ha sido golpe tras golpe? ¿Cómo no
estarlo si la precariedad acecha a cada vuelta de esquina?
Yo, a veces, miro el mundo, miro a mi alrededor y pienso (y
lo he dicho, lo admito), que me quiero ir del planeta ya. No es un pensamiento
suicida. No. Pero sí es, en ese momento, la expresión de unas ganas tremendas
de colgar los guantes.
En este país, se pasan dos días en las nubes de la esperanza
y al tercero, algo te baja al extremo del pesimismo. Vivimos en una montaña
rusa de sueños, golpes, dudas, alegrías, amores, traiciones, incertidumbres,
solidaridades, nuevos proyectos, proyectos que decaen, propuestas buenas,
propuestas imposibles, grupos que hacen, otros que sólo dicen, amenazas de que
se apropien de nuestros discursos, luchas contra la invisibilidad de lo bueno,
batallas para salvar los principios sin morir en el intento... y dentro de todo
eso tenemos que tratar de ser felices.
Y me preocupa que a veces, pareciera que ser feliz es algo
que le debemos a los demás y no un derecho propio. Como si la tristeza propia
levantara el terror en quienes nos rodean. Como si sentir tristeza o
desesperanza lanzara por la borda el futuro en común. Discúlpenme los apóstoles
que hablan de la felicidad como una elección personal. Pero ya basta. No culpen
a los tristes de su tristeza. No siempre se puede elegir la felicidad. Como
seres humanos podemos reconocerla, quererla, realizar acciones afirmativas para
ir tras ella, sin embargo, no siempre podemos elegirla y caminar por los campos
de guerra, muerte y hambre sin sentir el corazón hecho trizas. No siempre
podemos enfrentarnos a la inmensidad de la vida sin miedo, ira y el corazón
roto. Los corazones también se rompen por amor al prójimo y a la humanidad. Se
nos rompen en el día a día con cosas pequeñas o grandes. No importa el tamaño.
El efecto puede ser igual. Llegamos al punto de sentir nostalgia por nuestras
vidas de antes, por esos momentos que pasaron desapercibidos y que ahora no son
posibles por la carga de trabajo.
Sentir tristeza también es nuestro derecho. Y de ella a
veces nacen cosas buenas. No siempre, pero a veces. La tristeza es un tipo de
inconformidad. Y ha sido la inconformidad la que ha movido nuestra humanidad.
Nos cansamos. Sí. Nos entristecemos, maldecimos el mundo
pero lo amamos, buscamos esperanza…
Qué tiempos estos para nuestro país y nuestra gente. ¿Será
que la tristeza y el cansancio abrirán las puertas a las acciones necesarias
para cambiar el rumbo? ¿Será que cuando aceptemos la derrota de las viejas
premisas, los corazones rotos y la ira que nos enferma estaremos listas y
listos para reunirnos en una mesa honesta y amorosa de trabajo colectivo?
Yo no quiero que me consuelen. Ni que me digan si he hecho
cosas buenas antes. Si he cometido errores, créanme que no tienen que
recordármelos tampoco. Esos los llevo en la conciencia y están en mi lista de
enmiendas. Yo sueño con compromisos concretos- según las capacidades de cada
cual- para que al margen de la precariedad que se vive podamos construir una
nueva realidad, lejos de los mercaderes de siempre, nosotras y nosotros, por
encima de nuestros prejuicios y diferencias pero con los ojos abiertos, muy
abiertos para reconocer los lobos que siempre llegarán disfrazados de ovejas.
Y pues, ándese cada cual con su alegría o su tristeza, su
coraje o su paz, su esperanza o pesimismo. Que a todo eso tenemos derecho.
Ojalá poco a poco podamos salir de esta encrucijada y zurcir los corazones con amor,
esperanza y solidaridad.
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