Publicada el 7 de julio de 2011 en Voces
El Nuevo Día
Todo se reduce al hambre. La violencia social, los suicidios, el éxodo, la desesperanza… la inmovilidad. Tenemos una patria hambrienta que mira con miedo lo poco que le queda en el plato de comida y se concentra en sobrevivir un nuevo día a como dé lugar.
Está el hambre de quienes deben pensar y repensar qué llevarán a la mesa de sus familias. Es el hambre que camina por el colmado sumando y restando en la cabeza el costo de los alimentos saludables y que termina echando en su carrito lo que puede pagar, aún a sabiendas de que mitigará las ganas de comer pero no alimentará el cuerpo.
También existe el hambre de conocimiento de los niños y niñas -trillantes, buenos, amorosos e inocentes- que llegan a las escuelas públicas en cada nuevo año escolar para encontrarse con la negligencia de un sistema que no solo les niega el alimento del conocimiento, sino que los intoxica con indiferencia y con la subestimación de su valor para finalmente echarlos a la calle y decirles criminales o mantenidas.
El hambre de soluciones a la crisis económica estrangula las vidas de quienes optan por suicidarse. ¿Cuántas madres y padres de familia, cuántas personas sumidas en la soledad se cansan de estrellarse contra las mentiras del gobierno y la mezquindad de quienes siguen invitando al consumo desmedido y les hacen creer que “tanto tienes tanto vales”? ¿No es esa misma hambre la que expulsa de nuestro país a familias enteras?
Estamos atravesando un momento de hambre existencial que no puede ser mitigada con meras palabras de fe. Ya no hay espacio para creer en otra cosa que no sea nuestra capacidad de saciar nuestra propia hambre.
¿Cómo saciar el hambre? Cada persona debe buscar su respuesta, pero me atrevo a decirles que el primer paso es comprometerse a dar prioridad al asunto. A unir fuerzas, a dar tiempo y amor a las causas y movimientos que ya están trabajando a pesar de los retos que enfrentamos como país. Esta hambre de justicia y paz, solo la saciaremos alimentándonos mutuamente y compartiendo el pan de la solidaridad.
Cuando las mujeres nos negamos a asumir el rol de princesas desvalidas que nos asigna la sociedad, inmediatamente nos convertimos en brujas y rebeldes. Pero, después de todo, ¿es tan malo ser una bruja rebelde? Reafirmar nuestra identidad, reclamar espacios para la equidad es cosa de todas... de brujas y ex-princesas.
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