El amor flota por el aire en estos días. Las desparejadas buscan parejas. Los desparejados buscan con quien pasar un
rato. Los chocolates se agotan en las
tiendas y, si sobran, se conseguirán con descuentos el 15 de febrero. Las flores son enviadas a diestra y
siniestra. Los restaurantes se
atiborran. Se regalan masajes y cenas.
La demanda por depilaciones láser aumenta.
Se pagan billboards con mensajes y hasta avionetas con propuestas de
matrimonio. Se crean eventos de “speed
dating” para espantar las soledades aunque eso no necesariamente sea una buena
medida de prevención de ITS. Los “te
amo” abundan y mucha gente se felicita porque, a fin de cuentas, tiene la dicha
de haber encontrado a su “media naranja”. El rojo es una marea apasionada por
las calles de la Isla y todo, todo es más bonito gracias al amor. Sip.
El amor está en el aire y todo es más bonito. ¿En serio?
Amor, ¿qué amor?
Si buscamos la definición de la palabra amor en
el diccionario, veremos más de una.
Desde “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia
insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser” hasta una
escueta “tendencia a la unión sexual”.
Los requiebros, caricias y deleites también abundan en las
definiciones. Sin embargo, esas
definiciones a mí no me complacen. Me
producen más bien un cierto hastío que nace más que nada de la certeza
irremediable de que por ese camino las mujeres están destinadas a ser personajes
sufridos o superficiales. La propia
Frida Kahlo, idolatrada por algunas feministas, tiene su lado oscuro y se sometió aún sin quererlo a una visión
patriarcal de nuestra relación con el sentimiento amoroso al decir: “Hay que
ser sinceras, sin dolor no podemos vivir las mujeres”. Es el mismo hastío, lo confieso, que me puede
atacar cuando veo algunas parejas que mastican su amor en restaurantes o que lo
pasean por alguna sala de cine. No veo
la felicidad en sus caras. Veo la rutina asesina que puede acompañar a quienes
creen en una monogamia vitalicia y le tienen terror a la soledad.
Ante esto, tendría varias alternativas que
considerar en mi análisis del amor que fluye por el aire en estos días.
Una mirada podría partir de una caricatura que
compartió en Facebook uno de mis amigos perversos. Tiene dos escenas. En la primera, un hombre corre tras una mujer
y al pie de la misma, dice: 14 de febrero.
En la segunda, la misma mujer embarazada corre tras el hombre que huye
despavorido y lee: 14 de noviembre. El
amor como sexo. La mujer como objeto del
deseo pero no del amor. El amor definido
como “las ganas”, el sumergirse en los clichés de corazones y ropa sexy y dejar
a un lado por molesta e inconveniente la idea de vivir desde el respeto y la
equidad. No cometamos el error, sin
embargo, de equiparar respeto con permanencia o matrimonio.
La otra mirada podría partir de la idea de los
anillos entrelazados. Del pensar en el
matrimonio como la cristalización de toda relación amorosa, del creer que un
papel determina la seriedad y compromiso del sentimiento que une a dos
personas. “Pedir en matrimonio”,
“entregar la novia”, “hasta que la muerte nos separe”. Todo esto versus, “quiero mi espacio”, “eres
mía pero yo no soy tuyo”, “que la otra no nos separe”, “piensa en la familia”,
“yo soy la esposa”, “quiero poder casarme y replicar el modelo heterosexista de
relación amorosa”, “¡no! no es eso, quiero los mismos derechos de la gente
heterosexual”. ¿Es el matrimonio el
asilo de los amores en crisis o de los miedos sociales? A esto debo decir que qué bueno que no acepté
la última propuesta de matrimonio que recibí. Tendría en mis costillas un
trámite de divorcio de un matrimonio de Nueva York.
Aunque no es justo generalizar, he de decir que
el matrimonio como institución me molesta con su dictadura injustificada sobre
lo que son o no son relaciones amorosas “formales” o “permanentes”. ¿Puede haber matrimonios felices? He visto algunos que parecen serlo. Sólo que me preocupan sus fórmulas de
felicidad. A veces hay demasiadas
cesiones de poder, demasiados sueños puestos en espera, demasiada energía
puesta al servicio de cosas imperdonables.
A estas alturas ya deberíamos haber pensado en otras formas de hacer
acuerdos económicos y amorosos menos lesivos a la naturaleza fluida de las
emociones humanas. No es accidente que
una mujer como Susan Sontag se preguntara a sí misma: “¿Puedo amar a alguien y
aun así pensar y volar?”. Tal vez ya sea
hora de reírnos un poco más del amor tal y como se nos ha presentado
tradicionalmente. (http://dianaraznovich.blogspot.com/)
Por último- y aunque en esto del amor no me
atrevo a abrazar ninguna teoría, salvo la de la neosoltería que no es para todo
el mundo- hay quizás una mirada menos mala, por no decir buena. Y es esta cosa revolucionaria de aceptar que
cada uno y una de nosotras es lo suficientemente interesante y divertida como
para pasársela bien sin tener que vivir “enamorada” de alguien. Así la gente se evita los terrores nocturnos
de la cama vacía, engañar a quienes se les atraviesan en el camino y de paso,
tal vez hasta hagan cosas maravillosas con sus vidas. Como ser felices, por ejemplo.
Y aquí vuelvo a Susan Sontag, quien decía
querer ser capaz de estar sola, “de que me parezca reparador; no una mera
espera”. Aunque yo no creo que haya que
reparar muchas cosas, le añado a su deseo el ser capaz de reconocer el brillo
propio, caminar sola y gozar sin culpa.
No todo tiene que ser ese amor del Día de San Valentín que tan bien
empaquetado para regalo nos han envuelto por siglos.
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