Publicada originalmente en 80 Grados
La imagen de los tres monitos tapándose la boca, orejas y ojos no es graciosa. Es dolorosa. Por cualquier lado que la miremos. Si la interpretamos como una alusión a la indiferencia, duele. Si la vemos como una respuesta a la censura, también. Si es un reflejo del miedo a saber y hacer, peor aún. No hay forma de que me provoque risa, en especial, cuando miro a mi alrededor y veo miles de monitos y monitas columpiándose en las ramas de nuestra “democracia”.
No culpo a los tríos de la ceguera, la sordera y el silencio. Puedo entender el temor.
Abrir los ojos equivale a entrar en un estado de insomnio permanente. Lo dicen las feministas y también otros grupos que laboran por los derechos humanos y otras causas que nos atañen como parte de una humanidad desigual. Cuando la conciencia despierta, detectas el dolor ajeno, sientes el de tu corazón, te indignas con las desigualdades y ¡pum!, pierdes los párpados. Tu mirada jamás vuelve a ser la de antes. Eres incapaz de cerrar los ojos. Solo te quedan las manos para dar descanso a la mirada y aun a través de ellas, sigues percibiendo el mundo que tenemos.
Así es como cada anuncio, cada gesto, cada palabra escrita, cada imagen y cada cambio de estación se convierten en una sucesión de recordatorios de lo que nos queda por hacer. No puedes ignorar la pobreza que te espera en un semáforo, no puedes desviar la vista de la destrucción de la tierra, no puedes dormir plácidamente las noches en las que sabes que los cielos tienen más balas y muertes que estrellas. Una vez despierta tu mirada, tu cerebro te obliga a asumir responsabilidad.
¿Quién querría ver? Bueno, pues yo quiero ver. Prefiero el insomnio a vivir la vida como un sueño. Y desde ese insomnio, quiero ser testigo de la belleza que nace de la valentía de quienes se comprometen a ver y actuar. Quiero ver los amaneceres coloridos de una era de equidad. Quiero seguir viendo las imágenes de solidaridad y amor que tanto me conmueven.
Escuchar es tan terrible como ver. Cuando escuchas de manera activa, comienzas a reconocer los ritmos del machismo, el clasismo, el racismo y la homofobia que antes parecían canciones de cuna o juegos para niños. Ya no te place tararear “chequi morena”, escuchar una vieja canción de salsa o repetir una oración a padres que no son nuestros porque hemos tenido que renegar de las desigualdades que nacen de su nombre.
Cuando escuchas, el sonido invade tu cabeza y se instala en tus sentidos una vibración permanente que deconstruye las palabras que te zumban alrededor. Las palabras que antes te conformaban, ya no sirven para tranquilizarte. Los “te amo, pero no te acepto”, los chistes “inofensivos”, las promesas de apoyo que se quedan en el aire, los discursos escritos por oficiales de prensa y los rezos que no has pedido, solo sirven para acunar el insomnio.
¿Quién querría escuchar? Yo quiero escuchar. Quiero saber lo que se esconde en las palabras. Quiero desentrañar las claves de desigualdad que subyacen a las palabras de quienes se creen superiores a la humanidad y elaboran discursos de odio. Quiero alimentarme de la belleza de las palabras de amor y de bondad que se esmeran en una carrera de vida o muerte para llegar a los oídos del resto de las personas.
Y hablar. ¿Cuánto cuesta hablar? Cuesta empleos. Cuesta rupturas familiares. Cuesta el convertirse en objeto de violencia y discrimen. Pero hablar, desde la sonoridad de las palabras a las que damos vida con nuestra voz y nuestras letras escritas, es también una forma de vivir el insomnio y de transformar el zumbido que nos puede torturar desde la persistencia de lo cotidianamente injusto. Cuando hablamos, transformamos las imágenes y les reasignamos significado. Creamos canciones y poesías que vibran en la frecuencia de las luchas que abrazamos. Hablar, y hablar con la clara intención de hacerse escuchar para crear un campo de resonancia social, es un modo de caminar y acompañar a quienes nos importan.
¿Quién querría hablar a pesar del costo? Yo quiero hablar. Hablar y actuar. Hablar y acompañar.
Hay tres monitos tristes y temerosos de la censura social, patronal y gubernamental. Hay otros tantos conspiradores que viven su insomnio sabiendo lo que está mal en nuestro sistema y esforzándose por silenciar a quienes escuchan, ven y hablan. Silencian quitando derechos, recortando fondos, destruyendo reputaciones y lanzando distracciones que sepulten en un mar de palabras vacías las palabras valientes y honestas. Pero por cada monito y por cada conspirador hay un ser humano que elige ver, escuchar y hablar. Y a esos, no los pararán.
Cuando las mujeres nos negamos a asumir el rol de princesas desvalidas que nos asigna la sociedad, inmediatamente nos convertimos en brujas y rebeldes. Pero, después de todo, ¿es tan malo ser una bruja rebelde? Reafirmar nuestra identidad, reclamar espacios para la equidad es cosa de todas... de brujas y ex-princesas.
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