[Una nota de semana santa]*
Esta pregunta me ronda constantemente la cabeza: ¿Qué les
pasa a las personas cristianas de este país que no se rebelan? Se preguntará
usted: ¿Contra qué? Y yo realmente, podría exponerle una larga lista de causas
que ameritarían esa rebelión y una larga lista de instituciones que ameritan
ser repudiadas. En serio. Y más aún en una semana como esta.
¿No es acaso
suficiente el secuestro de su fe por un grupo de llamados líderes cristianos
que se empecinan en imponer al resto una sola manera de ser y de pensar?
La gente cristiana de este país está secuestrada por
fariseos y falsos profetas. Esos mismos que hablan de una moral única que
descarta y sella como pecado la mayor parte de las experiencias y emociones del
resto de sus hermanos y hermanas cristianas. ¿Serán perfectas esas falsas
profetas? ¿Estarán libre de pecado esos fariseos? El mundo cristiano sabe que
no. Y sin embargo, esos fariseos y falsos profetas ocupan los templos junto a
los mercaderes del mundo político. Comparten los altares y negocian
indulgencias. Hacen ayunos y cobran diezmos.
Se hartan de lujos y nos llaman a la austeridad. Mezclan al César y a
Dios. ¿Qué les pasa a los cristianos y cristianas que no se rebelan?
¿No deberían rebelarse
quienes tienen hambre y sed de justicia?
Vivir la doctrina cristiana debería ser sinónimo de amor por
la justicia, de consolar a quienes sufren y de dar refugio a las personas
perseguidas. El cristianismo, ese que apuesta a la felicidad de servir y de
amar, no debería sujetarse a los prejuicios, al racismo, al clasismo, al
machismo ni a la homofobia. No ahora. Tampoco antes. Menos aún en el futuro.
De la misma manera que los cristianos y cristianas del
pasado se atrevieron a retar falsos mandatos que justificaban la esclavitud, el
genocidio, la violencia hacia las mujeres y la segregación racial, el
cristianismo del Siglo XXI está llamado a cuestionar los valores de sus
iglesias y resignificar los conceptos de justicia, equidad y paz.
En el siglo que nos ha tocado vivir, no debe haber cabida
para liderazgos carcomidos por el prejuicio y que predican en contra de quienes
claman justicia. ¿Perseguir o ser perseguidos? Admitamos que en nuestro mundo,
el cristianismo fundamentalista es un perro rabioso que ataca a mordidas a las
personas justas, a quienes tienen sed y hambre y a quienes necesitan consuelo.
Es un perro rabioso que devora todo y a veces es una piara de cerdos que se
lanza al precipicio con tal de no enfrentar los cambios necesarios para un
mundo de paz.
No dejen solas a las mujeres y hombres de su fe que se
atreven a hacer frente al fundamentalismo y a las estructuras que nos oprimen.
No dejen solas a las personas perseguidas por querer saciar su hambre y sed de
justicia. ¿Qué le pasa al pueblo cristiano que no se rebela?
¿Y qué de rebelarse
por amor al prójimo?
El amor al prójimo, como eje del pensamiento cristiano, se
ha convertido en un eslogan vacío: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Y
mientras este eslogan se repite, se imprime en tarjetitas y se canta en los
coros, las acciones de miles de mal llamados cristianos sólo demuestran desamor
hacia el prójimo que debería ser una extensión de su ser y de su dios.
Desaman cuando olvidan que el libre albedrío es una regla
básica de su fe y confabulan para quitar derechos humanos elementales a quienes
tienen otras creencias.
Desaman y odian cuando señalan con dedo acusador al prójimo
que no se somete a sus interpretaciones sobre moral.
Desaman cuando se alegran del sufrimiento ajeno y juzgan a
las víctimas de delitos.
Desaman cuando deciden olvidar las enseñanzas
revolucionarias del cristo y se aferran a los viejos escritos que le
precedieron. Lanzan piedras, crucifican, coronan de espinas a las víctimas de
las desigualdades y reciben con ramos de palma a quienes ejecutan desde el
gobierno sus sentencias de muerte y pobreza. ¿Qué les pasa a los cristianos que
no se rebelan?
¿No habría que
rebelarse para detener la muerte y la pobreza?
Vivimos en el tiempo de la oscuridad que se extiende por
todos nuestros hogares transformada en violencia hacia las mujeres, el abuso
infantil, el abandono de personas ancianas y enfermas, el descarrilamiento de
la juventud que se cría sin guías, la pérdida de la seguridad personal y
colectiva, la pobreza, el miedo y la desesperanza. Esa oscuridad no emana de
las mujeres, ni de las personas LGBT, ni de la niñez o la juventud, tampoco de
las personas viejas o de quienes usan drogas.
La oscuridad que se extiende por todo el país viene de la
corrupción y de quienes son cómplices de la guerra contra nuestro país
fomentando la ignorancia y dividiéndonos, acentuando diferencias, haciéndonos
temer unos de otros, llevándonos a pensar de manera egoísta. Si quienes hablan
de cristo lo hacen desde la soberbia, la ira, la avaricia, la gula y la lujuria,
¿qué recibe el pueblo cristiano? Agresiones a su espíritu, la aniquilación de
su ser interno, la explotación financiera en diezmos innecesarios, la privación
de recursos para una vida digna, casos de abuso infantil encubiertos por la
estructura de las iglesias, falta de paz interna y un estado permanente de
terror producido por falsas prédicas apocalípticas. Hablo de una oscuridad tan
densa que inmoviliza.
Si la gente cristiana de Puerto Rico sabe todo esto, ¿qué
les pasa que no se rebelan? ¿Qué les pasa que dejan morir la luz de la
esperanza ahogada en los infiernos de la desigualdad y la violencia? Ni iglesias ni gobiernos tienen el poder para
detener los reclamos de paz, equidad y justicia que resuenan en la cabeza de
miles de personas a lo largo y ancho del país. ¿No es hora ya de decir basta a
los falsos profetas de la desigualdad? La sumisión no es alternativa. Para
nadie. Ni para personas cristianas, ni para musulmanas, budistas, santeras,
espiritistas, brujas, ni ateas. La agenda de equidad no conoce de fronteras.
Sólo conoce de amor al prójimo y de humanidad.
*El uso de minúsculas es intencional