22.8.13

Objetivo de destrucción #1: La idea del liderazgo impecable según las definiciones del sistema que se combate




En este objetivo de destrucción se suman cuatro ideas que hay que mirar sin miedo. 

Una: No vivimos en una democracia real y el Estado existe para ejecutar las acciones que sostienen la situación de privilegio y desigualdad en la cual a cada una de nosotras se nos ha asignado un papel que jugar.   

Dos: Cuando un movimiento social asume las acciones políticas con la fuerza suficiente como para destruir esa falsa impresión de democracia y generar cambios reales, el Estado buscará de inmediato sus propios objetivos de destrucción.  Es decir, identificará y destruirá a las presuntas o presuntos responsables de ese cambio. 

Tres: Si el liderazgo revolucionario se construye desde los mismos valores y paradigmas que nos oprimen, está destinado a fracasar. 

Cuatro: Idealizar a las personas en posiciones de liderazgo no les hace un favor. Las hace más vulnerables a las estrategias de aniquilamiento que el sistema utilizará para detener los cambios que propulsan.

Quien a estas alturas piense que el gobierno existe para proteger al pueblo y sus intereses, está viviendo en una película de fantasía.  Y una película terrible porque en ella se estarían utilizando todos los recursos cinematográficos posibles para resaltar los estereotipos de clase, género, raza, religión y todo aquello que afiance la idea de que el mundo es como es sin posibilidad de cambios.  El Estado es el brazo que ejecuta lo que unos pocos deciden mientras la clase desempleada y trabajadora se entretiene tratando de sacar los pies de un plato bastante hondo. 

La gente verdaderamente adinerada del país es la gente que susurra al oído de los políticos lo que quieren que se legisle y es la que invierte en los dos partidos principales porque saben que los dos son un solo partido. 

Desde ahí se construye la idea que propongo destruir hoy: la del liderazgo impecable.  Con esto me refiero al tipo de liderazgo que se autoimpone como marco de referencia los valores, expresiones e imágenes que los medios de comunicación y la sociedad misma parecen haber establecido como pre-requisitos de estatus social y moral.  Ese marco de referencia es en realidad un grillete de control.

Hay dos tipos de líderes impecables.  Están los que se fabrican en las agencias de publicidad para alimentar la fábrica de gobernantes de la colonia y están los que nacen del pueblo y que, sin darse cuenta, se sienten obligados a ser perfectos y perfectas para que la opinión pública les avale su liderazgo. 

Al primer grupo de líderes impecables se les crea con dinero, contactos, una familia heterosexual, una imagen blanqueada y mucho filtro de información para que no se les zafe ni un solo defecto que les coloque en la otredad sudorosa a la cual aspiran dirigir. 
 
El segundo grupo cree que se hace a sí mismo pero dependiendo de qué discurso asuman reciben el apoyo o el rechazo de sectores intermedios o aún de sectores oprimidos.  A veces, hasta vemos cómo los medios de comunicación se enamoran de estos líderes y lideresas y les ayudan a colocarse en posiciones que parecen retar al sistema, pero que a la larga lo fortalecen al acudir a lugares comunes del estatus quo como por ejemplo los mensajes cristianos, los mensajes del eterno amor o de la paz sagrada que evade las confrontaciones.  Se nos plantea entonces una paradoja: ¿Se debe asumir un liderazgo basado en una imagen pulcra, sana y correcta, hasta heroica, y se ganan pequeñas y rápidas victorias que le hacen cosquillas a las creencias que generan desigualdad? O, ¿se asume la humanidad propia, con todo y defectos, y se camina un camino más largo pero más revolucionario y fortalecido?   

¿Por qué planteo esto?  Recuerden que comencé esta columna corta explicando que el sistema intentará destruir al liderazgo del cambio.  El nivel de dificultad que esta tarea presente dependerá de cuánto se haya empeñado ese liderazgo en ocultar su humanidad, sus defectos y su realidad.  No hay forma de ganarle a la imagen perfecta que el sistema genera como el ideal de liderazgo si tratamos de emularla.  Esa imagen es, a la vez, una forma de perpetuar estándares morales arcaicos que se convierten en una barrera de protección para el machismo, el racismo, el capitalismo voraz y el fundamentalismo violento.

Las nuevas y nuevos líderes deben comenzar por destruir su propia imagen de impecable perfección y cuestionarse a qué valores responden, a qué miedos, a qué afanes de ser aceptadxs y de quiénes esperan esa aceptación o santificación.  Deben estar dispuestxs a caminar más lento, pero con más firmeza, a no dejar que se les idealice, a cometer errores, meter la pata y saber rectificar.  En ese proceso de destrucción, tendrán que destruir muchas otras cosas, hasta el liderazgo mismo según definido como derivado del caudillismo. 

Destruir la sociedad tal y como la conocemos, para construir una nueva sociedad de equidad, requiere muchas cabezas y manos.  Líderes que resistan los embates de los contraataques del sistema socio-político que combatimos y que no se sientan obligadxs a responder al imaginario que ese mismo sistema nos impone.  Líderes que creen líderes y que se reconozcan como un eslabón y no como la llave de la verdad.  La verdad es del colectivo, la victoria final para la nueva sociedad.
 
Nota de consuelo: Hay gente que quiero y que cogen su agüita con esto.  Sepan que, al menos, les atribuyo buena fe...  Sólo que esos caminos de liderazgo para el sistema no nos llevarán a ningún lado. Opinión de bruja imperfecta.  Tal vez me estoy equivocando.

6.8.13

Mojigatería



(Publicada originalmente en El Nuevo Día)

Destruir la sociedad tal y como la conocemos debe ser el primer punto en la agenda de quienes aspiran a una sociedad de equidad y justicia.  Repito: destruir la sociedad tal y como la conocemos.  ¿Y cómo la conocemos?  Fragmentada por la desigualdad, en plena guerra (no declarada) de clases y anclada en valores que degradan la humanidad de las personas que son diferentes.  Otra sociedad es posible, pero sólo desde nuevos paradigmas que reconozcan el valor de los seres humanos en sí mismos y al margen de juicios valorativos que sólo existen para controlar al colectivo. ¿Destruir lo que ya nos está destruyendo?  A eso me refiero.  ¿La destrucción implica violencia? Tal vez sí, tal vez no. Pero, ¿no vivimos ya la violencia? 

Escribo desde mi realidad como mujer no heterosexual, atea y crítica de nuestro sistema económico y al hacerlo, reconozco cómo las creencias que parecen ser dominantes chocan con lo que digo y me colocan en una posición de vulnerabilidad social.  “No tienes que pregonar lo que eres”, me han aconsejado.  De la misma manera, en la luchas LGBT existen sectores que tratan apasionadamente de cumplir con las expectativas de monogamia, familia y expresión social que creen que les garantizarían acceso a sus derechos humanos.  Pero pedir derechos como si fueran limosnas y tratar de parecer “normales” sólo degrada nuestra otredad y la destierra al campo de lo subterráneo.   

Lo bueno y lo malo no puede medirse desde el miedo a la transgresión.  Hay que parar la mojigatería extrema que hace que algunas personas se nos acerquen a susurrarnos que nos callemos un poco, que blanqueemos nuestros discursos, que seamos bien portadas y comedidas y que, incluso, seamos ejemplos.  ¿Ejemplos de qué? ¿De adaptación? ¿De sumisión? ¿De relaciones y familias perfectas? ¿Pero es que valemos menos si no somos así?  ¿Se les exige lo mismo a las personas en posiciones de privilegio?   

La mojigatería es miedo o conveniencia y ninguna de las dos cosas nos viene bien.  Ser genuinas y fieles a nuestra realidad, retar nuestras propias creencias cuando éstas nos domestican y sacar valor para afrontar las consecuencias de aspirar a una sociedad de justicia es la clave en este momento. 
 
Nota: En las próximas semanas comenzaré a publicar una serie de columnas cortas bajo el tema de "Objetivos en una agenda de destrucción social"

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